La figura del hacker suele estar asociada específicamente a la informática y casi siempre tiene connotaciones negativas. Se considera que un hacker es un “pirata”, alguien que se infiltra sin permiso en sistemas informáticos burlando o quebrando sus mecanismos de seguridad para alterar de manera ilícita y malintencionada su funcionamiento. Pero los hackers no son en realidad delincuentes informáticos y su campo de acción es mucho más amplio que el mundo de las computadoras (Richard Stallman dice que es válido hasta hackear bicicletas). Según la Indianopedia: “Hackear es utilizar el conocimiento que tenemos sobre un sistema de cualquier tipo para desarrollar funcionalidades para las que no había sido diseñado originalmente o hacerle funcionar de acuerdo con nuevos objetivos”. Esta conducta tiene que ver con la diversión: el hacker es movido por un placer que deviene de la curiosidad, la creatividad y el conocimiento. En ocasiones tiene connotaciones políticas y fuertes basamentos éticos. Caramba… con esta definición muchos artistas podrían ser hackers y de hecho lo son. La vida urbana, la ciudad, ofrece innumerables oportunidades para ello.
La ciudad hackeada
Pero al igual que en informática, el hacking urbano es considerado por el sentido común como una actitud cercana al vandalismo y rayana con el delito, consistente en conocer ciertos trucos de los aparatos electrónicos o sus bugs para obtener ventajas como golosinas gratis de una expendedora, una ronda extra de juegos electrónicos o un viaje en ascensor sin escalas intermedias. También puede hackearse la ciudad con el único fin de bromear, generar sorpresa o diversión con las alteraciones logradas, como el hacker holandés Max Cornelisse, que tiene su propio canal en YouTube.
Al igual que el prejuicio contra los hackers informáticos, esta definición se centra en la alteración de sistemas informáticos o electrónicos y se asocia a conductas pueriles o directamente negativas, normalmente perpetradas por adolescentes con poco dinero.
¿Pero qué pasa si nos cuestionamos -por ejemplo- por qué el espacio público ofrece tan pocas oportunidades a los más jóvenes de divertirse y disfrutar sin dinero? ¿Qué pasa si nos preguntamos por qué las infraestructuras compartidas en las ciudades contemporáneas no satisfacen las necesidades de los ciudadanos debido a limitaciones arbitrarias, horarios y normativas absurdas? ¿Qué pasa si ampliamos los límites y cambiamos las funcionalidades de los sistemas urbanos?
A partir de preguntas como éstas, podemos empezar a hablar de hacking urbano como una manifestación cultural que “reacciona a los cambios en las estructuras del espacio público, la movilidad y la comunicación en la ciudad”. Hackear la ciudad es la actividad principal de muchos artistas que, más que “intervenir” (como en el graffiti), interfieren, cambiando las funciones y utilidades originales de las infraestructuras y equipamientos urbanos para que cumplan objetivos distintos a los planificados.
Artistas y hackers
Los artistas del hacking urbano actúan de formas muy variadas, que pueden ir desde una creativa pero mayormente inofensiva ruptura de la rutina urbana hasta acciones subversivas. Desde resignificar visualmente obras escultóricas o arquitectónicas, hasta rehabilitar espacios abandonados, mejorar o expandir las funciones de los objetos públicos o privados, generar eventos públicos inesperados o flashmobs, señalar lugares u objetos a los que comúnmente no prestamos atención, transgredir barreras urbanas arbitrarias, etc. Todos los proyectos comparten la idea de hacer visible lo invisible. Mediante las alteraciones, tomamos conciencia de lo que había antes, o de lo que podría haber y no hay, y de esta manera cuestionamos el espacio público.
Candy Chang es una artista que crea dispositivos urbanos para que la gente interactúe con lo público y participe en el rediseño de sus ciudades. Desde un gigantesco muro transformado en una pared de aspiraciones, hasta stickers que permiten escribir qué esperamos que haya en los negocios abandonados.
Fabrique / Hacktion es un grupo de diseñadores que interviene la infraestructura urbana para mejorarla. Sus mejoras señalan necesidades públicas que no están contempladas por las empresas y las administraciones públicas. Dispositivos para cargar celulares en cabinas de teléfonos públicos, o canastos para compartir boletos de transporte que se pueden utilizar durante un período de tiempo establecido, son algunos ejemplos.
Place Hacking es un proyecto de Bradley Garrett, quien explora la infraestructura urbana, accediendo a lugares de muy difícil y arriesgado acceso. El resultado es un registro de espacios muchas veces inverosímiles, a la vez que un retrato de ciertas construcciones que el abandono o la inaccesibilidad vuelven absurdas, y, finalmente, la afirmación de una manera de entender la relación con el espacio que nos rodea.
El proyecto Anda, de Compartiendo Capital, es una intervención reparadora del espacio público, que consiste en el relevo de baldosas faltantes en las veredas, con piezas diseñadas por artistas contemporáneos. Además, incluye videotutoriales, que permiten replicar la iniciativa en cualquier ciudad.
Newstweek, un proyecto de Julian Oliver y Danja Vasiliev, es un dispositivo que permite manipular las noticias que lee la gente en redes wi-fi. Tanto los titulares como el cuerpo de las noticias de los periódicos online son cambiados a voluntad por quienes controlan el dispositivo. Así, los artistas ponen en cuestión el proceso de construcción de las noticias y la manipulación informativa.
De piratas a ciudadanos
Las acciones del hacking urbano pueden asociarse inicialmente a actitudes cuasi delictivas y a “piratería”, para pasar a ser resignificadas como acciones artísticas ya sea subversivas, ya sea más institucionalizadas. También han sido aprovechas por la publicidad y la industria del entretenimiento que han asmiliado los flashmobs y las intervenciones urbanas como parte de su repertorio de acciones de marketing no convencional.
Finalmente, estas prácticas pueden convertirse en nuevas modalidades de ciudadanía en forma de urbanismo emergente, urbanismo DIY, espacios públicos híbridos , hackitectura, etc. Estas propuestas están centradas en la participación ciudadana, el acceso a información abierta y la auto-organización de acciones colaborativas como la cartografía crítica. Los nuevos medios digitales que facilitan la participación de ciudadanos conectados en redes sociales, puedes generar condiciones para la innovación social entendida por Juan Freire “como un proceso inclusivo en que la creatividad urbana contribuye a mejorar la ciudad vivida por todos los vecinos”.
En este tipo de procesos se enmarcan una gran variedad de proyecto, como talleres ciudadanos de reutilización de espacios abandonados, picnics colectivos para planificar el futuro de una plaza, el diseño de una bicicleta equipada con un proyector para compartir imágenes en los barrios o una wikiplaza, entre muchos otros que pueden consultarse en sitios de colectivos como Basurama o Hackitectura. Hace poco reseñábamos en Ártica el proyecto Derivart que se vale de la cartografía colaborativa para contabilizar casas que han quedado vacías por la especulación inmobiliaria y no se ponen a disposición de necesidades de vivienda no satisfechas.
En este contexto, el hacking urbano es una actividad creativa y constructiva que se vale de acciones planificadas de abajo hacia arriba, orientadas a producir ciudades sostenibles y vivibles a la medida de las personas que las habitan.
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