Como todo cinéfilo, mis intereses no pasan solo por el cine. Dentro de mis aficiones, por ejemplo, está la música. Sobre todo cierto tipo de música, de cierta época específica. Justamente la cuestión que hizo nacer este curso vino a raíz de una representación del tema You and I, que la cantante Lady Gaga hizo en los premios MTV:
La idea de que un gran artista es alguien que hace algo totalmente nuevo es una falsedad.
Particularmente deploro MTV desde siempre, incluso desde los tiempos en los que pasaba puramente videoclips (que suelen aburrirme horrores). Lady Gaga, por otro lado, nunca fue una persona de la que había tenido muy buen concepto. Me parecía una moda pasajera. No obstante, ver ese espectáculo me hizo dar cuenta de que esta mujer era mucho más talentosa de lo que pensaba, o que al menos no era alguien que había llegado hasta donde llegó sin un esfuerzo muy genuino. Era de hecho impresionante ver a esta artista disfrazada de un estereotipo rebelde llamado Jo Calderone e interpretándolo con una solvencia envidiable. También tocando el piano y bailando más que aceptablemente bien.
No es que en ese momento me haya vuelto fanático de la cantante, pero ese clip me hizo pensar que acaso aquellos fundamentos de que Lady Gaga es una figura importante dentro de la cultura popular actual pueden ser ciertos. Sí, claro, podrá decirse supuestamente en su contra que mucho de lo que hace esta chica no es nuevo, que Grace Jones, David Bowie, Freddie Mercury o incluso Madonna han sido antecedentes claros en la formación de Gaga, pero por otro lado la idea de que un gran artista es alguien que hace algo totalmente nuevo es una falsedad. Nadie se anda quejando -al menos, hasta donde yo sé- de que Romeo y Julieta de Shakespeare es, entre otras cosas, una historia parecida a la de Príamo y Tisbe, o de que Haydn se limitaba a seguir modelos musicales de composición ya establecidos por una época. Llevado a términos cinematográficos, nadie se anda quejando tampoco de que un nombre imprescindible para la historia del cine como Howard Hawks, nunca haya sido «inventor» de género alguno y que muchas de sus más grandes obras maestras (Scarface, Ayuno de Amor) encuentren antecedentes claros en películas hechas pocos años antes.
La originalidad mal entendida (ser original es crear a partir de la conciencia de un origen, no hacer algo completamente distinto tal y como se cree) está sobrevalorada. Reescribir, llevar o readaptar una estética pasada a tiempos presentes viendo cómo se inserta en una sensibilidad contemporánea puede ser una tarea tan o más compleja y artísticamente válida como romper todos los esquemas.
La trascendencia o no de un artista, su valor dentro de una época, es imposible de ver si no existe una distancia histórica.
En todo caso, puede que mi problema con Lady Gaga sea que representa un tipo de música que nunca escuché demasiado, y una concepción del pop como forma teatral que nunca me interesó mucho. Por eso también hoy me desconcierta, por ejemplo, que gente pague buenas sumas de dinero por ver cantantes pop como Britney Spears o Madonna que, se sabe, hacen playbacks en sus espectáculos y basan sus recitales no tanto en la música sino en los escenarios y las coreografías. Para alguien que ha optado por amar músicos de jazz, que hicieron de sus espectáculos en vivo y sus improvisaciones musicales una piedra base para sus recitales, un concepto como un recital que está previamente grabado resulta casi extraterrestre.
También hay otro problema que me impide ver si Gaga es realmente un elemento importante para una cultura o no: el paso del tiempo. Y acá es donde está la clave de toda la cuestión y es que la trascendencia o no de un artista, su valor dentro de una época, es imposible de ver si no existe una distancia histórica. Como dirían los ingleses, el peor testigo de una tormenta es el que la vive, y uno podría decir, al mismo tiempo, que el espectador menos confiable para hacer la evaluación de una época es el espectador que la está viviendo.
No se trata de que toda evaluación de una obra deba ser hecha cuando recién hayan pasado unos años. Al contrario, la crítica debe ser un ejercicio que tiene que ver con el riesgo, con las sensaciones inmediatas que nos despierta una obra contemporánea cuando la vemos. Por otro lado, muchas obras logran valorarse gracias a los malentendidos que provocaron antes. Pero siempre debemos ser conscientes de que el paso del tiempo es un factor clave que retransforma obras, que puede volver obsoletas aquellas cosas que antes eran consideradas magistrales y por el contrario puede terminar exaltando aquellos relatos que se pensaban descartables.
Si hoy pensamos que el cine de antes es infinitamente mejor que el de ahora es también porque las películas malas de ese tiempo fueron olvidadas y porque las mejores películas lograron traspasar las épocas. Hoy recibimos «la crème de la crème» de tiempos pasados. Nos hablan de los ‘40, ‘50 o ‘60 y se nos vienen a la cabeza gente como Hitchcock, Hawks, Dreyer, Tati. Además recibimos muchas de sus obras ya estudiadas, ya analizadas, ya discutidas y canonizadas. Opinar hoy de Vértigo no es lo mismo que hacerlo en los ‘50, época en que la película fue lapidada como también otras muchas películas hoy canonizadas que en sus tiempos fueron mal recibidas. Los ejemplos sobran: Playtime, Monsieur Verdoux, Disparen sobre el Pianista, Ordet, Pink Flamingos, Pierrot, el loco, Barry Lyndon, Soñar, Soñar, Freaks, El cameraman, El bueno, el malo y el feo, Cabeza Borradora, Doble de Cuerpo, Un tiro en la Noche, etc…
Si hoy pensamos que el cine de antes es infinitamente mejor que el de ahora es también porque las películas malas de ese tiempo fueron olvidadas y porque las mejores películas lograron traspasar las épocas.
A esto se le suma la cantidad de directores o películas que tardaron años o hasta décadas ya no siquiera en valorarse, sino en ser descubiertas internacionalmente por haber estado «escondidas» en un circuito de exhibición muy cerrado o muy limitado a lo local: realizadores cada vez más estudiados como João César Monteiro, King Hu, Naruse o Jack Arnold, o películas ahora convertidas en obras de culto, después de décadas de ser prácticamente desconocidas como Arrebato de Iván Zulueta.
Es bueno (es excelente de hecho) que se las revisite siempre, que se las descubra y se las valore como las grandes películas que aun son, pero evaluar el estado del cine actual a partir de que ahora no se hacen películas así es una idiotez, y lo que es peor, un gesto de nostalgia, que suele ser siempre el refugio perezoso para quejarse de un estado artístico actual.
Por ejemplo, esto dijo hace unos meses Jorge García en una columna del sitio web Con los Ojos Abiertos para referirse al supuesto estado decadente del cine americano de hoy:
«AUTORES. Hoy casi nadie defiende la teoría del autor cinematográfico, aunque personalmente creo que sigue estando vigente. Entendiendo esa teoría como la presencia de una serie de constantes estilísticas y temáticas que dan lugar a una visión del mundo personal, en el cine clásico americano aparecen una gran cantidad de directores a los que se puede encuadrar sin dificultades en esa categoría (para lanzar algunos nombres, Ford, Hawks, Hitchcock, Welles, Lang, Lubitsch, Minnelli, Sirk, Borzage, Anthony Mann, Preminger), con una obra abundante y compacta. ¿A qué directores del cine norteamericano actual se los podría encuadrar como autores? Tengo la esperanza que nadie responda con el nombre de un importante empresario como Steven Spielberg. Hay algunos realizadores que a través de dos o tres películas esbozan una cosmovisión personal pero creo que a ninguno le da la talla para otorgarle la categoría de autores cinematográficos.»
Jorge García es uno de los mayores eruditos cinematográficos que tiene la Argentina y su conocimiento sobre cine clásico americano es, quizás, el mayor que tiene el país. Aun así me atrevo a decir que su valoración sobre el cine de hoy es muy sesgada y nuevamente, no tiene en cuenta la cuestión del paso temporal. Salvo Orson Welles, todos los cineastas que García nombra allí solo empezaron a ser considerados autores después de los ‘60. Solo los críticos de Cahiers du Cinéma se habían dado cuenta que ellos hacían algo particular y diferente que defendía una visión del universo y eso fue recién en los ‘50. Fue solo después de unos años, cuando se revisitaron las obras ya mayormente terminadas, que fue fácil ver conexiones entre las películas y esas “constantes estilísticas y temáticas”. Sin ánimo de comparar, directores como John Ford o Minnelli no tenían en su momento tanto prestigio como, digamos, un Wes Anderson. Incluso hubo tiempos (los ‘20, los ‘30 y parte de los ‘40) en los que Minnelli y Hawks no eran considerados por la mayoría más que como meros empleados y su renombre no era artísticamente más relevante que el que hoy pueden tener personas como Stephen Sommers o Michael Bay. Puede sonar ridículo pero es así.
Si la primera década del siglo XXI tiene un interés es porque justamente y salvo raras excepciones (quizás Mullholand Dr. de David Lynch, o Con ánimo de Amar de Wong Kar-wai) no hay todavía obras canonizadas, o lo suficientemente estudiadas. No hay un paso del tiempo que nos pueda confirmar qué películas fueron influyentes o qué director repudiado en su tiempo resultó un maestro del cine. Por otro lado, no sabemos cuántos movimientos cinematográficos que surgieron serán realmente relevantes, o hacia dónde van a terminar derivando ciertas tendencias culturales que parecen ya instaladas.
La última década fue la década de muchas cosas: aquella en la que empezaron a ser cuestionadas dos figuras imprescindibles del cine americano de los ‘90 como Tarantino (que viró radicalmente hacia el tema de la venganza) o Burton (director adorado no mucho tiempo atrás, hoy acusado por muchos de falto de ideas); una década en la que empezó a consolidarse el cine de Corea del Sur; en la que esa promesa de los ‘90 llamada M. Night Shyamalan cayó de manera radical en la valoración de crítica y público; en la que se dio a conocer internacionalmente esa fuerza de la naturaleza llamada Takashi Miike; en la que el terror empezó (en especial en Francia y Estados Unidos) a explotar como nunca antes el subgénero de la pornotortura; en la que surgió eso que hoy conocemos como «Nuevo Cine Rumano» y que consolidó el Nuevo Cine Argentino internacionalmente. También una década que desplazó el dibujo a mano e instaló lo digital prácticamente como regla para hacer largometrajes animados y un período temporal que instaló una serie de nuevos comediantes en Hollywood con personalidades muy marcadas.
Una década, además, que hizo algo raro con la comedia romántica: la empezó volviendo adolescente y después empezó a incorporar un sexo cada vez más explícito. También una década que, extrañamente, desplazó a la gran mayoría de los más importantes cineastas hollywoodenses de los ‘70 (por decirlo de una manera sencilla, todos menos Scorsese y Spielberg terminaron siendo parias: De Palma, Coppola, Friedkin, Carpenter) para dar lugar a una nueva generación de directores que, en su gran mayoría y paradójicamente, se alimentaron estéticamente de estas personas.
Dos hechos políticos de relevancia se relacionaron con el séptimo arte de manera muy opuesta: uno fue la política inmigratoria de muchos países europeos. Otro la caída de las torres Gemelas y la invasión a Irak.
Para algunos de estos fenómenos tengo algunas teorías, para otros no. Desconozco, por ejemplo (y me da mucha curiosidad) cuál es la razón social por la cual tanto terror se volvió tan sangriento. Qué razones sociales (si es que las hay) pueden encontrarse en este apogeo del género. Trato muchas veces de no ser tan facilista con las relaciones entre cine y cuestiones políticas, confundir meras necesidades de descargar pulsiones mediante imágenes violentas con relaciones con la tortura real (algo que se ha dicho más de una vez relacionando, por ejemplo, la saga El Juego del Miedo con la cuestión Guantánamo). Ante la duda, entonces, prefiero no decir nada sobre ese tema en particular.
Soy consciente, de todos modos, que no solo de cine vive el cine, o mejor dicho, que no puede verse al cine como algo aislado del mundo, sino como algo que dialoga con él permanentemente. Hubo, por ejemplo, dos hechos políticos de relevancia que se relacionaron con el séptimo arte de manera muy opuesta: uno fue la política inmigratoria de muchos países europeos. Otro la caída de las torres Gemelas y la invasión a Irak.
El primer hecho provocó una cantidad importante de películas europeas que trataron el tema de la inmigración y la cuestión de la convivencia de culturas. El alemán de descendencia turca Fatih Akin, por ejemplo, tocó prácticamente en todas sus películas ese tema. También lo hizo Emanuele Crialese, Doris Dörrie y muchos otros cineastas más ignotos.
El segundo hecho, en cambio, causó un mutismo desconcertante en el cine de su propio país. Por supuesto que más de uno puede decirme que, en un sentido global, tanto el atentado a las Torres como la invasión a Irak no son hechos de excepción. Sin desmerecer la tragedia que significa la muerte de miles de personas, cualquiera sabe que en términos de política internacional el derribo de las Torres Gemelas no fue, lamentablemente, ni el primero ni el último de los atentados sufridos por un país en las últimas décadas. La invasión a Irak, también lamentable, tampoco constituye algo demasiado excepcional en términos de accionares belicistas por parte de Norteamérica. No obstante, estos dos hechos fueron especialmente relevantes para ese país, un país que, nos guste o no, ha sido capital en la historia del cine y hoy sigue teniendo la industria más fuerte del planeta. Es notable por esto que la temática se haya tocado tan poco y de manera tan lateral.
Justamente esto último me recuerda una reflexión que Stanley Kubrick tenía sobre La lista de Schindler. Cuando a SK se le preguntó qué opinaba de esa película y su visión de la Shoá, el director de 2001… dijo que le gustaba, pero que no era una película sobre el Holocausto. Ante la mirada sorprendida del periodista, Kubrick agregó: «el Holocausto es la historia de personas asesinando seis millones de personas; La lista de Schindler es la historia sobre un héroe que salva 600. Allí el Holocausto es un escenario, pero no una temática en sí».
Lo mismo podría decirse de las ficciones de Hollywood (o sea, exceptúo documentales como Fahrenheit 9/11 o el mucho menos conocido Por qué peleamos) que se hicieron en la última década sobre el atentado del 11-S y la Guerra de Irak. Películas como Torres Gemelas de Oliver Stone, la notable United 93 de Paul Greengrass o la oscarizada Vivir al límite de Kathryn Bigelow, no son películas que hablan sobre una guerra o sobre un atentado. Más bien hablan sobre el heroísmo de los bomberos en el caso de la de Stone, un avión que justamente no cayó sobre su objetivo en la de Greengrass y un adicto a la adrenalina que le toca vivir una guerra que podría ser cualquiera en el caso de Bigelow. En todos los casos se tocan los temas de una manera lateral, más como un escenario de fondo que como un asunto.
Quizás la mayor de las bisagras en el cine de los últimos doce años tenga que ver con cuestiones eminentemente tecnológicas.
No quiero decir con esto que el 11-S no haya influido de alguna manera en el cine de Hollywood, pero esto será parte justamente de la clase titulada La cuestión del héroe, o el problema de derramar sangre en donde me permito hacer una tesis respecto de ciertas tendencias del cine de acción en los últimos años y que habla de una mirada que Hollywood tiene sobre la violencia después del célebre ataque terrorista.
De todos los temas que atañen al cine y que empezaron a gestarse realmente en los últimos doce años, quizás aquel que genere la mayor de las bisagras tenga que ver con dos cuestiones eminentemente tecnológicas. La mayor accesibilidad para filmar gracias a nuevos tipos de cámaras y computadoras caseras cada vez más avanzadas, y el más fácil aun consumo de películas en forma gratuita gracias, por supuesto, a la red.
Esto último es apenas una parte de ese enorme cambio llamado Internet. Cambio que, por otro lado, no sabemos qué techo va a alcanzar. Pero esta pequeña parte puede alterar para siempre la industria del cine, sobre todo las productoras más grandes del mundo que al día de hoy se encuentran –y con toda la razón del mundo- desesperadas por la posibilidad de una nueva forma de consumo de cine que a largo plazo puede destrozar a las majors.
En todo caso, nuevamente, lo apasionante de los cambios que tuvo el cine en la primera década del nuevo siglo es su carácter incierto, ya sea respecto del significado que podrá tener en la cultura moderna, como respecto a la forma en la que podrán envejecer ciertas obras. Es una década en movimiento constante en tanto que plantea permanentemente preguntas respecto de sus influencias y sus alcances. Espero que estas clases sirvan para que, al menos, los participantes puedan hacerse interrogantes sobre un siglo (cinematográfico) que recién comienza.
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