El lunes pasado tuvimos la suerte de organizar una videoconferencia donde Bianca Racioppe nos contó su investigación acerca de los modos de organización de lo artístico-cultural en el marco de la cultura libre y el copyleft. Bianca hizo un exhaustivo repaso por la ideología y la praxis de los colectivos que trabajan desde esta perspectiva, identificando las características comunes a los distintos proyectos. La presentación completa puede verse aquí. En este post me gustaría centrarme en una de las preocupaciones recurrentes que encontró Bianca durante sus entrevistas: el problema de la sostenibilidad. Invariablemente, los artistas y creadores del movimiento copyleft hacen referencia al desafío que implica generar recursos, no tanto para obtener un lucro (muchos consideran que su trabajo es más bien militante o amateur) sino aunque sea para permitir la continuidad del proyecto en el tiempo. Esta misma preocupación la he escuchado muchas veces en los cursos que hemos hecho en Ártica y durante el trayecto del LibreBus.
En estas aseveraciones, sin embargo, hay un matiz sobre el que me parece importante que nos detengamos. Al indagar sobre las razones de esta dificultad en generar recursos, las respuestas de los protagonistas son diversas, pero en casi todos los casos subyace la premisa de que al prescindir de cobrar royalties por la propiedad intelectual, están resignando dinero. Por supuesto, esta “renuncia” o “cesión” es vista por el movimiento copyleft como algo positivo, como algo que forma parte de su militancia y por lo que generalmente los artistas pueden enorgullecerse.
Por supuesto, yo también creo que utilizar licencias libres y aportar al procomún es algo éticamente positivo. En lo que no estoy de acuerdo es en la premisa subyacente que se esconde muchas veces detrás de frases tan típicas como “yo comparto mi arte porque no me interesa hacer dinero” o “la cultura libre es una cuestión de amor, no de intereses materiales”, premisa que opone el mundo del dinero al supuesto mundo puro de la cultura libre. Dicho de otro modo: este tipo de frases tienden a reforzar el discurso hegemónico de que la cultura libre solamente puede ser amateur. La réplica queda servida: «Si quieres ser profesional, no uses licencias libres».
El sentido común que han instalado desde hace décadas las multinacionales del entretenimiento y las gestoras de derechos de autor, y que reza “derecho de autor, salario del creador”, ha calado tan hondo en todos nosotros que incluso quienes luchamos por la liberación de la cultura sentimos que al compartir estamos resignando al menos una porción de nuestro justo salario. Sentimos que usar licencias libres es sinónimo de no cobrar, o de cobrar menos de lo que deberíamos, por las extensas horas de trabajo en proyectos demandantes y arduos. Y que, aunque tal sacrificio valga la pena, es una carga que debemos llevar.
¿Pero es esto así? ¿Estamos perdiendo dinero cuando usamos licencias libres? Creo que la clave para desarmar esta pregunta la podemos encontrar en la constatación de que muchos colectivos copyleft son asimismo emprendimientos culturales autogestionados. Esta realidad subyacente (la de la autogestión) es, creo, la verdadera determinante de la posición del creador frente al mercado y frente a la sociedad.
En su libro “Emprendizajes en cultura”, Jaron Rowan hace un brillante (y desolador) retrato de la realidad de los emprendimientos culturales pequeños y autogestionados. Muestra cómo las políticas públicas de emprendizaje de las últimas décadas han afectado el tejido cultural y han llevado a muchísimos proyectos culturales independientes hacia la precariedad. La supresión de subsidios y la quita de beneficios sociales a artistas y trabajadores culturales, lejos de ser compensados con otro tipo de políticas, fueron agravados con el fomento a la empresarialización de este sector, compuesto por gente no acostumbrada a trabajar de manera típicamente empresarial.
Si bien la investigación de Jaron fue realizada en España, este tipo de políticas han ganado mucho peso también en Latinoamérica. (Ártica mismo surge tras nuestra participación en una incubadora de empresas culturales del Estado uruguayo apoyada con fondos de la cooperación española).
En suma, lo que quisiera rescatar del libro de Jaron es que la precariedad es una realidad que afecta hoy a casi todos los emprendimientos culturales independientes y autónomos, sean estos copyright o copyleft.
Basta imaginarnos a cualquier grupo musical independiente de hoy, que esté dando sus primeros pasos. Cuesta pensar qué ganancia extra obtendría el grupo si decidiera editar sus discos con copyright. Lo más probable, en cualquier caso, sería que las ganancias del grupo provinieran de las entradas a conciertos y de las ventas de discos en dichos eventos. Más aun, la utilización de una licencia restrictiva obstaculizaría la difusión de su música, influyendo negativamente en la venta de las entradas a sus conciertos. Y en el hipotético caso de que un programa de TV o una discográfica quisieran adquirir los derechos de un tema o de un disco, el poder de negociación sería tan desigual que los integrantes del grupo terminarían firmando contratos severamente inconvenientes, que en muchos casos les enajenaría del control de su obra y les traería más sufrimientos que beneficios.
Durante mi experiencia en Ártica he comprobado que el caso de los músicos independientes se puede extrapolar a casi cualquier otra área de trabajo artístico y cultural autogestionado.
A medida que se asciende en el tamaño de las empresas culturales, sin embargo, es más difícil ver ejemplos de políticas empresariales que opten consistentemente por el uso de licencias abiertas. La norma del capitalismo cognitivo es que solo a través del cercamiento del conocimiento se pueden lograr ganancias extraordinarias. Es difícil imaginar a Disney, a Planeta o a Santillana usando licencias libres.
El quid de la cuestión es que nosotros no somos los dueños de Planeta ni de Santillana. Los trabajadores culturales independientes pertenecemos a otra clase (tanto en el sentido de categoría como en el de clase social) de agentes. Nuestra precariedad viene determinada precisamente por las relaciones de poder asimétricas con esas otras empresas que cercan el conocimiento.
La solución ingenua (sí, también mezquina, pero sobre todo ingenua) es pretender convertirse uno mismo en una empresa multinacional basada en el cercamiento del conocimiento. En el caso de una empresa cultural como Ártica, esto supondría usar el copyright con el objetivo de algún día convertirnos en una nueva startup, el nuevo Facebook de la cultura web y la educación a distancia. Trasladado a la realidad de los artistas, esto mismo implicaría decidirse por utilizar copyright soñando con que algún día nos convertiremos en una nueva Madonna.
Por desgracia para cualquier razonador ingenuo, los artistas que como Madonna pueden gozar de suculentas ganancias por copyright son contados. Del mismo modo, las empresas que se pueden beneficiar con el cercamiento del conocimiento, como Santillana y Planeta, también son muy pocas.
Para todo el resto, para los que por la asimetría de recursos y de poder no podemos llegar a competir con los grandes monstruos del entretenimiento, los beneficios que entraña el uso del copyright son mínimos, si no inexistentes.
Por todo lo anterior, es interesante la genealogía que realiza Jaron Rowan del renovado interés de los artistas y trabajadores culturales por el concepto de procomún y por la filosofía copyleft.
Jaron invierte los términos habituales de la ecuación. No es el copyleft en sí mismo un marco de precariedad, sino que por el contrario, la precariedad está determinada por el contexto político-económico neoliberal, y el copyleft es parte de la respuesta de los agentes precarizados. Esta respuesta intenta aminorar los efectos del cercamiento cultural ejercido por las corporaciones del entretenimiento, cercamiento que hoy genera enormes dificultades a la creación cultural y que, de ser 100% exitoso, impediría directamente cualquier tipo de producción y acceso a la cultura por fuera de sus propias estructuras. El copyleft, así, es una estrategia con la que los artistas y trabajadores culturales buscan nutrir las cuencas creativas de la sociedad y, de este modo, contribuir a un ecosistema cultural sin el cual no podrían subsistir.
Creo que la experiencia en Ártica es paradigmática en este sentido. Sin miedo a equivocarme, puedo decir que nosotros trabajamos día a día gracias al procomún. Libros como el de Bianca o el de Jaron forman parte de nuestra biblioteca, a la cual recurrimos para sostener conceptualmente nuestro proyecto. La infraestructura digital de nuestro centro cultural está hecha sobre la base de WordPress y Moodle, piezas de software tomadas también del procomún. Numerosos elementos gráficos, como las ilustraciones del blog de Ártica, sólo son posibles gracias al extenso repositorio de imágenes libres que existe en la web. Así, somos claramente conscientes de que cuanto más pequeño sea el procomún, más difícil será para nosotros sostener nuestro trabajo, y por tanto tendremos menos chance de subsistir.
Vista así, nuestra política de usar licencias libres y de divulgar el copyleft deja de tener un cariz de renuncia o de altruismo, y se convierte en una afirmación de nuestro ser y de nuestras necesidades. Necesidades y sueños que compartimos con muchos colegas, con quienes día a día trabajamos de manera colaborativa, apoyándonos mutuamente.
Lo más interesante es que, como dice Jaron, cuando concebimos a la cultura como un ecosistema (y como ya dijimos, dada nuestra posición, no nos queda otra alternativa que concebirla así), emergen nuevas formas de relación entre economía y cultura. Relaciones que resultan ser más solidarias que las promovidas por el discurso hegemónico neoliberal.
El copyleft, así, puede ser visto como un emergente, entre otros, de una nueva realidad en el campo del arte y la cultura. Junto al copyleft aparecen, como señalan Bianca y Jaron en sus textos, el asociativismo, el cooperativismo, el trabajo colaborativo, las empresas no centradas exclusivamente en el lucro, etcétera. Todas estas características y estrategias están orientadas a fortalecer las iniciativas culturales independientes.
Por supuesto, todavía queda mucho camino por andar y mucho por inventar. Más allá de los avances que el nuevo enfoque implica, la situación de los artistas y trabajadores culturales autónomos sigue siendo precaria. Seguramente hay varias líneas de trabajo posibles, entre las cuales hay algunas de carácter político (por ejemplo, lobbies para que el Estado impida los monopolios, libere el conocimiento y favorezca la diversidad de manifestaciones culturales), y otras de carácter organizativo, como por ejemplo fortalecer infraestructuras comunes (canales de distribución, software, etc.) y generar mallas de contención mutual que contrarresten los efectos de la precarización del trabajo autónomo en cultura. Para este último objetivo es inspirador el ejemplo organizativo de las filés, descripto por el Grupo Cooperativo de las Indias.
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