Para este curso abierto nos comunicamos con Jaron Rowan, investigador y agitador cultural que escribe críticamente sobre el paradigma de las industrias culturales y creativas. El texto que reproducimos en este post fue publicado originalmente en el Observatorio Cultural del Departamento de Estudios del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (Chile). El autor lo ha compartido con el curso para que podamos reflexionar sobre el «problema de la cultura» y sobre cómo las políticas públicas de los últimos años han encarado este problema, poniendo en consideración nuevas posibilidades para el futuro. Este texto nos parece fundamental para completar el panorama que hemos expuesto en la clase 2. Los invitamos a realizar comentarios y preguntas que luego le haremos llegar a Jaron.
La cultura como problema: Ni Arnold ni Florida. Reflexiones acerca del devenir de las políticas culturales tras la crisis
Tabla de contenidos
Jaron Rowan*
*Investigador y agitador cultural. Ph.D. en Estudios Culturales de Goldsmiths University of London. Autor del libro Emprendizajes en Cultura (Traficantes de Sueños, 2010), y co-autor de Cultura libre digital (Icaria, 2012) y La tragedia del Copyright (Virus, 2013). Ha impartido docencia en el grado de humanidades de la UOC, el M.A. in Culture Industry de Goldsmiths University of London y en la actualidad es coordinador del Área de Arte del Bau, Centro Universitario de Diseño de Barcelona.
Vivimos un inusitado momento de transición en lo que a las políticas culturales se refiere. Actualmente se encuentran agotadas las dos principales tradiciones sobre las que se sustentaban hasta ahora dichas políticas. La primera basada en la visión ilustrada donde la cultura es percibida como un ente educador o lo “mejor que se ha dicho o escrito”, como argumentó en su momento Matthew Arnold. La otra, más reciente, describe la cultura como un elemento de desarrollo económico cuyo valor reside en su capacidad de generar beneficios económicos. En el siguiente texto analizaremos el porqué del agotamiento de ambos discursos y veremos qué espacios y posibilidades siguen existiendo para pensar en un nuevo paradigma de políticas culturales que pueda salir de este impasse. Discutiremos acerca de cómo la cultura ha pasado de ser un ente civilizador, una fuente de riqueza a ser un problema para la ciudadanía que recela de las ayudas públicas y la denominada cultura de Estado, como para la clase política que no sabe muy bien cómo pensar la cultura tras la crisis económica global.
Para entender este agotamiento de las políticas culturales hay que tener en cuenta primero el proceso en el que las administraciones públicas pasaron de concebir la cultura como un derecho democrático para la ciudadanía a considerarla un recurso (Yúdice, 2002). Este proceso no es reciente. Allá por la década de los sesenta los movimientos sociales y contraculturales, a través de la crítica institucional, ya se habían encargado de debilitar la legitimidad de las instituciones públicas. La política cultural imperante, que aún se sustentaba en ideales ilustrados, no era representativa ni de toda la sociedad ni de todos los espectros políticos. El neoliberalismo y su desconfianza hacia el papel del Estado no tardó en aprovechar esta situación de debilidad de las instituciones culturales para reorganizarlas, como pasó en el Reino Unido, o limitarlas como ocurrió en EE.UU., o simplemente destruirlas como hiciera Collor de Mello en Brasil (McGuigan, 2004; García Olivieri, 2004).
Paradójicamente fueron gobiernos de corte socialista los que empezaron a ver en las industrias culturales una forma de hacer frente a la destrucción neoliberal de la cultura, proponiendo un modelo teóricamente más democrático y presuntamente igualitario de desarrollo para la cultura (Hesmondalgh, 2002; Rowan, 2010). La materia prima de este nuevo entorno industrial era la creatividad, “un recurso ilimitado y sostenible” como afirma Landry (2000), pero lo más importante, al alcance de todo el mundo, ricos o pobres. Durante la década de los noventa y hasta finales de la década del 2000 se crearon congresos, estudios, informes, análisis y demás objetos de consultoría para demostrar las bondades económicas de la cultura. Lamentablemente hacia finales de la década pasada empezaron a aparecer datos que enturbiaban las estimaciones más optimistas (Freeman, 2007; Reid, Albert y Hopkins, 2010). La crisis económica se encargó de hacer el resto del trabajo, poniendo todas las ideas creadas en torno a la supuesta resiliencia de las industrias culturales, su capacidad para crear empleo o su valor como herramienta de desarrollo en entredicho. Esta ambivalencia ha permitido que la oleada de recortes y planes de austeridad que han afectado al continente europeo los últimos cinco años se encontrara con pocas resistencias a la hora de introducir las tijeras en la esfera cultural institucional. Sin tener muy claro para qué sirve la cultura es difícil plantear marcos, programas o instituciones que puedan promoverla. A esto también ha contribuido el recelo por parte de la ciudadanía hacia la producción cultural. De forma creciente se percibe la cultura como un ámbito divido entre lo comercial y productor y las prácticas elitistas financiadas con dinero público que poco tienen que ver con las necesidades sociales. Este documento busca analizar este contexto para poner sobre la mesa algunas alternativas y respuestas a la situación. No obstante, primero realizaremos un análisis histórico del crecimiento de las denominadas industrias creativas para comprender cómo logró este modelo ganar adeptos y legitimidad pese a que ninguna de las estimaciones de crecimiento económico sobre las que se sustentaba se haya podido demostrar en momento alguno.
Las industrias culturales y creativas
El proceso de tercerización que experimentaron muchas de las grandes ciudades occidentales a partir de la década de los setenta vino acompañado por un discurso que valorizaba la cultura y que hacía del diseño, la arquitectura o el arte una suerte de ariete, capaz de derribar las pocas defensas de la clase trabajadora que veía que sus barrios y lugares de trabajo se transformaban en centros comerciales, hubs culturales y espacios de ocio. Las industrias culturales podían proveer un trasfondo cultural a las decisiones político-económicas y, en parte, podían acomodar a los sectores más flexibles de la masa laboral desempleada fruto de la desindustrialización.
En esos momentos se consideraban parte de las industrias culturales grandes grupos o empresas con estructuras verticales, que operaban bajo dinámicas de producción de carácter fordista, dejando fuera de esta concepción a sectores culturales emergentes, vinculados con los entornos urbanos y que posteriormente se describirían como grandes productores de valor añadido. No es hasta el año 1994 cuando el gobierno australiano intenta redefinir el potencial y tamaño del sector cultural a través de un documento denominado Creative Nation: Commonwealth Cultural Policy, [1] en el que se introduce por primera vez la idea del “sector creativo”. Con esta denominación se intentaba englobar a todas aquellas microempresas, trabajadores autónomos y agentes independientes que laboraban en los márgenes de las industrias culturales y que, pese a no tener un tamaño considerable, eran de extrema importancia a la hora de computar el valor total que aporta la cultura a las ciudades. Este pionero texto político-cultural habla tanto de la necesidad de valorizar el patrimonio como de saber atraer al turismo cultural. Define la idea de cultura tanto como forma de identidad colectiva como activo de mercado, pero sobre todo coloca a la creatividad en un lugar privilegiado dentro de la cadena de producción de la cultura. Las industrias culturales necesitan de esta creatividad, término elusivo y de difícil conceptualización, para poder crecer y abastecer la creciente demanda de productos culturales. Este documento es interesante puesto que por primera vez nos presenta la cultura como un recurso claro para el desarrollo económico de una nación, no se promueve la cultura porque sea “buena” en sí misma, sino porque puede servir para impulsar unos fines muy específicos. Esto supone un giro muy importante respecto de la tradición de políticas culturales que siempre dieron por sentado el valor intrínseco de la cultura.
Es relevante notar que uno de los puntos más significativos de este documento es su hincapié en la implementación de un sistema de protección de la propiedad intelectual, noción que se recogerá poco tiempo después en el Reino Unido, cuando el gobierno de ese país diseñe su plan de promoción de la cultura y de la creatividad como motores económicos de la nación. Este plan fue luego traducido y convertido en uno de los pilares básicos de las industrias culturales de buena parte de los países de todo el mundo, tal y como veremos a continuación. En el año 1997, con la llegada al poder del Nuevo Laborismo de Tony Blair, las industrias culturales se ocuparon a un lugar predominante en las políticas del nuevo ejecutivo. El gobierno introdujo, efectivamente, un cambio discursivo de extrema importancia: el término “cultural” se vio reemplazado por el de “creativo”, introduciendo de esta manera lo que ellos denominarían las “industrias creativas”.
De esta forma, el gobierno británico capitaneó el proyecto de impulsar las industrias creativas, que además de incluir las industrias culturales tradicionales comprendían ahora ámbitos culturales que hasta ese momento no habían sido considerados bajo una perspectiva económica. Bajo el radar económico se colocaron así disciplinas como la artesanía, el diseño gráfico, las artes escénicas o el arte contemporáneo, que nunca antes habían sido identificadas como un sector industrial. Por otra parte, este fenómeno incentivaba el proceso de privatización de las actividades culturales según una lógica de cercamiento de dinámicas, prácticas y saberes colectivos. Efectivamente, las industrias creativas necesitan imponer un falso modelo de escasez seriando objetos culturales, limitando su uso y reconduciendo las formas de acceso a la cultura. Esto explica el enorme hincapié que se pone en la defensa del copyright como mecanismo de generación de renta (Hesmondhalgh, 2002). Algo que queda patente en la definición de las industrias creativas propuesta por el Department for Culture Media and Sports: “Las industrias creativas son aquellas industrias basadas en la creatividad individual, las habilidades y el talento. También tienen el potencial de crear beneficios y empleo a través de la explotación de la propiedad intelectual”.[2]
Esto suponía la entrada directa en la economía de mercado de un tipo de prácticas y de agentes que hasta ese momento habían vivido ajenos a esta clase de dinámicas, en parte porque antes vivían de ayudas del Estado, o dependían de organismos de cultura, o simplemente porque nunca se habían considerado agentes económicos. En ese momento, comenzó también el proceso de demonización de las subvenciones públicas a la cultura y se introdujo la figura del emprendedor/ra cultural. La figura del artista, del programador, del diseñador o del músico se transmutó al entrar dentro de las industrias creativas, siendo reemplazada por la del emprendedor cultural. Sobre este asunto Ross (2008) comenta: “El perfil laboral preferido es el del artista en apuros, cuya vulnerabilidad prolongada e inseguridad laboral se transforman mágicamente, dentro de este nuevo orden de la creatividad, en un modelo de emprendedor amante del riesgo” (p. 21).
El emprendedor se transforma en una suerte de broker cultural, un agente que moviliza y gestiona redes de contactos, amistad, conocimientos y espacios. El valor se extrae de las rentas derivadas de privatizar (a través de mecanismos de propiedad intelectual) conocimientos y saberes generados en común. El pensador francés Yann Moulier-Boutang nos ayuda a comprender esta nueva figura del emprendedor pos schumpeteriano. Según él, “con la importancia creciente de las externalidades en la economía contemporánea, el fin de la hegemonía de las grandes corporaciones, la figura del emprendedor adquiere nueva legitimidad” (Moulier-Boutang, 2007, p. 20). Este emprendedor se distancia de la figura schumpeteriana al no ser el ánimo de lucro lo único que lo mueve a promover innovaciones y concurrir en el mercado. Expresar su personalidad, poder dar rienda suelta a la creatividad, generar imaginarios y obviamente, extraer rentas se combinan en esta figura que Moulier-Boutang caracteriza como un “apicultor de externalidades”. Este ha de saber detectar dónde se generan nuevos lenguajes, nuevas tendencias, nuevos movimientos culturales, nuevos saberes para capturar y reordenar redes heterogéneas de conocimiento en objetos culturales concretos.
De esta manera el emprendedor se vuelve un mediador entre los flujos culturales, las tendencias y los saberes colectivos y el mercado. Las industrias creativas se construyen sobre este modelo, la captura de conocimientos comunes y su puesta en circulación como ideas privadas. El emprendedor introduce la lógica de las marcas en las prácticas culturales, el sujeto se comporta como lo haría una empresa y se enfrenta a sus pares de la misma manera: de forma estratégica, calcula los posibles beneficios y pérdidas que se desprenden de la interacción y busca ante todo defender sus intereses. En consecuencia, surge lo que denominamos el sujeto-empresa, el empresario de sí mismo, el emprendedor que compite en el mercado por mantener su nicho y hacer viable su existencia. Este proceso no ha acontecido de forma casual o accidental. A lo largo de los últimos años se ha edificado una densa arquitectura institucional compuesta de incubadoras, planes de promoción, oficinas de información, eventos, charlas y talleres, líneas de financiación o espacios de coworking, que es complementada con programas de televisión, eventos públicos, películas, libros y revistas. Los discursos sobre “emprendizaje”, como ya he explicitado anteriormente (ver Rowan, 2010) se sustentan sobre densas tramas institucionales que cambian en los diferentes países pero que refuerzan una figura muy parecida. De esta manera el fenómeno se ha ido exportando a distintos contextos y países. En ocasiones adquiriendo diferentes nomenclaturas: en Brasil se ha apostado por el término “economía creativa” (Fonseca-Reis, 2008), en Estados Unidos “industria del entretenimiento y del copyright”(Howkins, 2002), en el Estado español hay quien ha optado por “industrias creativas y culturales” (véase instituciones como Proyecto Lunar), etc. Pero vemos cómo las mismas ideas se van transmutando en diferentes programas públicos, planes de promoción e instituciones que persiguen el mismo fin: transformar la cultura en un ente de desarrollo económico.
La cultura se hace problema
It’s not just a vicious cycle but an unsustainable one – economically, politically, and morally
Richard Florida
Las críticas y protestas al modelo propuesto por los defensores de las industrias culturales se han ido acumulando, así como los datos que ponen en entredicho las estimaciones económicas que las acompañaban. Han proliferado informes y estudios que han puesto en crisis el paradigma desde varios niveles de enunciado. Desde quien ha demostrado que en este sector se han reinsertado formas de discriminación por género (Gill, 2002, 2007), que contribuyen a crear desigualdad social (Oakley, 2004, 2006), generan precariedad laboral (YProductions, 2009), reintroducen formas de explotación ya eliminadas en otros sectores (Banks y Milestone, 2011), generan rentas excluyendo a gran parte de la ciudadanía (Harvey, 2005) y que tienden a acumular capital en puntos muy específicos de la cadena de valor, etc. Estas críticas sociales al fenómeno lograron pasar más o menos desapercibidas frente a un discurso que parecía mucho más poderoso: las industrias culturales generan riqueza económica y favorecen el desarrollo. Todo esto empezó a cambiarcuando surgieron documentos que ponían en crisis estas supuestas bondades económicas.
Ya en el año 2007 un informe confeccionado para el ayuntamiento de Londres criticaba las estimaciones sobre la capacidad de producción de empleo de este sector. Las predicciones no se habían cumplido y además se puso de manifiesto que los modelos diseñados para medir el empleo generado que se habían desarrollado desde el Ministerio de Cultura, Medios y Deporte del gobierno británico eran muy cuestionables (Freeman, 2007). Aun así este hecho no bastó para parar a la multitud de consultoras y agentes que seguían recetando este modelo como modelo de desarrollo económico para países con economías emergentes (ver YProductions, 2009). Más recientemente pudimos conocer un informe que publicó a finales del año 2011 la Work Foundation y que bajo el título A Creative Block? The Future of the UK Creative Industries analiza el estado presente y el futuro de las industrias creativas en el Reino Unido.
El trabajo presenta algunas conclusiones que son anómalas en el contexto de este tipo de documentos puesto que, lejos de caer en los tópicos habituales en torno a la fortaleza del sector, su capacidad de sobrevivir a las crisis, las tasas crecientes de empleo que presenta o su viabilidad económica, destapa algunas realidades más crudas y preocupantes. Uno de los principales problemas que se introduce en el documento es el de la incapacidad de las empresas culturales para crecer en escala, factor que constituye uno de los mayores indicadores de la fragilidad del sector, ya que las empresas que lo componen son difícilmente escalables. Igualmente en el informe se indica que “una mirada general sobre el sector nos muestra una variación de tamaños considerable, por ejemplo, las ocho (8) mayores firmas dominan la televisión, la radio y el sector editorial acumulando un 70% de la facturación de estos sectores, mientras que el 63% de la facturación en el sector musical o en las artes escénicas corre a cargo de pequeñas empresas” (2010, p. 16). Estas cifras nos indican no tan solo donde hay una mayor concentración de poder (medios de comunicación), sino que nos muestra que en los sectores en los que se generan mayores beneficios estos son capitalizados por muy pocas empresas, mientras que en los sectores con beneficios más escasos, estos se reparten entre un número elevado de microempresas. Este trabajo también explora el mito de que las industrias creativas son inmunes a las crisis económicas o que están mejor preparadas para afrontarlas. Se indica que “las industrias creativas son especialmente vulnerables a las crisis económicas, en parte porque el número desproporcionado de microempresas que conforman este sector implica que sea mucho más difícil absorber golpes económicos exógenos (…) la recesión pos 2008 ha tenido importantes consecuencias que se pueden ver tanto en las tasas de fracaso económico como en las variaciones de empleo. Esta crisis ha tenido un especial impacto negativo en este sector en comparación con las dos recesiones previas, ya que se ha notado una caída importante en la demanda de empresas o trabajadores autónomos.
A finales de 2008 un cuarto de las tiendas de música independientes habían quebrado” (2010,p. 20). En la misma línea las cifras de desempleo no dejan lugar a dudas, “el desempleo directo en las industrias creativas se ha doblado, pasando de 43.445 personas desempleadas en abril de 2008 a 83.660 en abril de 2009” (2010, p. 21), (estos datos no se contrastan con el nivel de desempleo general del Reino Unido cuya tasa de crecimiento ha sido inferior al mostrado en las industrias creativas). Esto desmiente las teorías que sostienen que las industrias creativas tienen más capacidad de adaptarse a los vaivenes del mercado que otros sectores o que su modelo basado en clusters de negocios es refractario a las crisis.
Si estos datos no resultan alarmantes por sí mismos, la última estocada a la inflación discursiva en torno al potencial económico de las industrias culturales se lo ha dado uno de sus máximos defensores y culpables: Richard Florida. Este consultor y geógrafo, publicó en el año 2002 un libro en el que hablaba de la aparición de lo que él denominaba “clases creativas”, es decir, un nuevo fenómeno social que transformaría las economías urbanas para siempre. Aparentemente la concentración de estos jóvenes creativos en ciertas ciudades resultaba fundamental para crear riqueza y empleo en las mismas. De esta manera si las ciudades querían crecer y competir en la liga de grandes ciudades tenían que apostar por hacerse con representantes de la clase creativa.
Lo que otros autores ya habían denunciado como procesos de gentrificación (Glass, 1955; Jacobs, 1993) se ponía bajo una luz positiva y se transformaba en modelo a seguir para gobiernos y administraciones locales. Pese a las numerosas críticas que había recibido el trabajo de Florida (ver Peck 2005, por ejemplo) no hay administración ni plan cultural en la última década que haya escapado a su influjo. La teoría cada vez más debilitada ha pervivido, pese a que el mismo Richard Florida en una serie de artículos [3] admitía que las clases creativas generaban más desigualdad que prosperidad y que los supuestos beneficios económicos que debían crear para la sociedad se ven limitados a unos pocos sujetos. Es decir, las industrias creativas promueven un modelo de unos pocos ganadores que se llevan todo el pastel. Los emprendedores capitalizan el valor generado socialmente. En ese sentido, es difícil a estas alturas considerar que pueden constituir un modelo viable de desarrollo, puesto que es evidente que generan desigualdades sociales y ciclos de acumulación que dejan más perdedores que ganadores.
Por otro lado, la ciudadanía ve con creciente recelo la introducción de planes y políticas destinadas a promover distritos culturales, hubs creativos, barrios innovadores, etc. En Berlín recientemente unos 6.000 vecinos se opusieron a la entrada de palas excavadoras que venían a demoler un bloque de pisos para dar paso a lo que se ha denominado Silicon Allee.[4]. Este proyecto que pretende promover el crecimiento de empresas creativas y digitales en un barrio residencial ha sido ampliamente contestado por una coalición de vecinos, activistas y artistas que han adquirido consciencia de su papel como elemento de gentrificación en el barrio. De manera similar, en Londres numerosos activistas y artistas se unieron para prevenir el cierre de dos cafeterías tradicionales en el ahora gentrificado Broadway Market (Vishmidt, 2005). Esta inusual coalición no andaba muy desencaminada cuando intuían que el cierre de estos dos lugares era el punto de toque para un proceso de transformación del Este de Londres que no ha hecho más que empeorar.
En 2010, en Barcelona, artistas y activistas se juntaron para protestar contra el foro de industrias culturales que tenía lugar en la ciudad. Bajo el nombre (D) Evolution Summit [5] se organizaron dos jornadas de actividades, charlas, protestas y acciones urbanas para poner en crisis el modelo de industrias culturales que se promovía, basados en regímenes cada vez más cerrados de propiedad intelectual. En la primavera de 2013, dos centenares de personas se encerraron en el museo Reina Sofía de Madrid para protestar por el rumbo que estaban tomando las políticas culturales, con intención de pensar nuevos modelos de gestión cultural más centrados en promover la cultura como un bien común y no entendida como una mercancía.
Estos son tan solo unos pocos ejemplos de los recelos sociales hacia la cultura. De la falta de legitimidad social de la cultura institucional. De esta forma comprobamos que el modelo y las ideas sobre las que se sostenía este paradigma empiezan a resultar obsoletos y hemos visto que hasta sus impulsores originales dudan en estos momentos de su eficacia. Pero, ¿si la cultura ha devenido un problema, cuál es la solución?
Reconstruyendo muñecos rotos
Es importante pensar en políticas culturales que partan de y que intenten dar solución al desapego de la ciudadanía con la cultura, pero también es importante encontrar políticas culturales que nos ayuden a salir del estancamiento presente. Si bien es verdad que en la actualidad no hay un modelo claro que trabaje en este sentido, tenemos algunos proyectos fallidos, propuestas desechadas y prácticas plausibles que sería interesante revisar. En este sentido no sería desafortunado escuchar a aquellas voces que piden que la cultura se entienda como un procomún, pues nos dan importantes pistas de hacia dónde mirar.
Hay quien defiende la cultura como un elemento que pertenece a toda la ciudadanía y debería permanecer siempre accesible y al servicio de la misma. Bill Ivey, antiguo director del prestigioso National Endowment for the Arts (NEA) denunciaba los abusos de las discográficas, editoriales y el lobby a favor del copyright y los culpaba de la desaparición de gran parte del acervo cultural estadounidense (Ivey, 2008). Cientos de obras permanecen cerradas en los archivos de estos grandes grupos que no las reeditan puesto que no es rentable hacerlo. Tampoco acceden a que sean digitalizadas y puestas a disposición de musicólogos, investigadores y el público en general. Esto es un hecho sin precedentes derivado del creciente poder que tienen dichos lobbies y que solo se puede comprender teniendo en cuenta la primacía de los intereses comerciales por encima de los culturales. Cada vez llegan menos obras al domino público pese a que la producción cultural crece sin parangón. Aun así, acceder al acervo histórico se hace cada vez más complicado. Intentando enmendar este tipo de problemas el prestigioso abogado y especialista en propiedad intelectual de la Universidad de Harvard, Lawrence Lessig, lideró un grupo que diseñó e implementó las licencias Creative Commons [6] que permiten a los creadores licenciar sus obras de tal manera que otras personas puedan acceder a ellas y reutilizarlas, garantizando de esta manera que no sean completamente privatizadas. Aun así, estas visiones sobre la cultura se articulan sobre una lógica liberal que necesita de una noción de Estado. A nivel de políticas culturales carecen de propuesta, siguen pensando en creadores individuales que cooperan de forma desinteresada para crear en común. Al centralizar su propuesta en un conjunto de licencias podría parecer que un mecanismo técnico puede dar una respuesta a un problema social y esto no es así.
En el Reino Unido, la BBC ha lanzado recientemente una iniciativa muy interesante. Proponiendo la noción de “esfera pública digital”, se ha diseñado e implementado un ambicioso proyecto de digitalización y puesta a disposición de los fondos (fotografía y vídeo) de esta corporación pública. El objetivo de este plan es tanto facilitar el acceso a contenidos por parte de la ciudadanía como poner en valor materiales que posteriormente las industrias culturales puedan utilizar. El proyecto quiere garantizar que se siga ofreciendo un servicio público, pero sin por ello impedir que se pueda generar lucro. Un complejo equilibrio en el que resuenan muchas de las preguntas que nos hemos hecho en este texto. El responsable de la iniciativa, Tony Ageh, es consciente de que si se quiere trabajar en pos del beneficio público, un archivo digital ya no puede ser una hemeroteca de contenidos cerrados e historizados. Según el promotor de la iniciativa “lo que en su momento fue emitido se creó de forma intencionada para ser reutilizado —en palabras de hoy en día, remezclado, hackeado y rearticualdo— garantizando su potencial para transformar tanto a la sociedad como a las personas que la configuran. Para crear ciudadanía y la sociedad civil, para promocionar la educación y el aprendizaje, para estimular la creatividad y la excelencia cultural”.[7] De esta manera el archivo de la BBC se transforma en una suerte de infraestructura cultural, un elemento que garantiza el acceso a contenidos, pero también su explotación comercial y educacional. En esta línea encontramos iniciativas como Europeana,[8] un portal que reúne y pone a disposición del público una generosa selección de contenidos audiovisuales cedidos por los principales archivos europeos. Muchos de ellos bajo una licencia Creative Commons-Dominio Público permiten que usuarios (tanto especializados como investigadoras/es, estudiantes, realizadores o incluso empresas) puedan seguir trabajando a partir de este material. De esta manera, la infraestructura pública complementa el mecanismo jurídico creando un recurso valioso y aprovechable a muchos niveles.
Esto nos proporciona interesantes intuiciones para pensar el futuro de las instituciones culturales, que si bien han de garantizar su capacidad de ofrecer un servicio público, pueden al mismo tiempo promover la producción en común. Hablamos de esta manera de instituciones que operan cual infraestructuras por las que es fácil circular, en las que se puede trabajar y que se dejan seducir por movimientos y colectivos que operan a pesar de ellas. Elementos que sirven para articular y dar apoyo a iniciativas ya existentes, a estructuras auto organizadas. La institución-infraestructura produce espacio, produce tiempo y también produce legitimidad.
Así mismo es importante aclarar que desde aquí no se pone en crisis que puedan surgir y se puedan promover empresas que viven de la producción y comercialización de productos culturales, pero la administración pública debería premiar a aquellas que con su actividad contribuyan a generar bien común. Empresas que en lugar de encerrar contenidos los liberan y permiten que devengan productivos. Sin duda esto abre uno de los grandes debates de la economía política: ¿qué es el bien común? Claramente un debate que es necesario introducir. Para empezar se podría aprender de movimientos como el open access, que promueve que toda la investigación científica y académica producida con fondos públicos sea publicada en abierto. Esto tiene sentido también para la producción cultural, el acceso a películas, teatro, obras de arte, libros, etc., que se haya producido con fondos públicos debería estar siempre garantizado, ya que implica una transparencia en la distribución y uso de fondos públicos que hasta ahora no ha existido.
Los mercados de objetos culturales generados en torno a la propiedad intelectual se han mostrado ineficientes a la hora de generar rentas económicas para los propios creadores. Son mercados en los que ciertas industrias mediadoras se han llevado una parte importante de las ganancias que no volvían a quienes habían producido los contenidos. Es importante reimaginar los mercados culturales en los que los derechos de los trabajadores están garantizados, pero cuya base no sea el acceso restringido a creaciones colectivas. Mercados que operan sobre recursos colectivos y que son capaces de favorecer el bien común. Estos mercados transitan y participan de las instituciones-infraestructura. Estas ya no son instituciones del gran comisario, del gran director, del gran pensador. Son instituciones menores, porosas, capaces de abrir interlocuciones y propiciar la transformación de públicos en productores culturales. Públicos recursivos que a través de su tránsito hacen institución. Son instituciones capaces de detectar lo que está ocurriendo y darle voz. Capaces de producir contenidos que se reintegran en la circulación social. Lugares parasitables capaces de producir y distribuir valor. Con todo esto espero haber contribuido a lanzar algunas indicaciones de cómo dejar de percibir la cultura como un problema y empezar a percibirla como un bien común.
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[1] Ver documento en: http://apo.org.au/research/creative-nation-commonwealthcultural-policy-october-1994
[2] Ver documento en: http://www.culture.gov.uk/reference_library/publications/4632.aspx
[3] Ver documento en: http://www.theatlanticcities.com/jobs-and-economy/2013/01/more-losers-winners-americas-new-economic-geography/4465/
http://www.theatlantic.com/business/archive/2011/02/cities-inequality-and-wages/71524/
[4] Ver documento en: http://www.vice.com/read/berlins-war-against-gentrification
[6] Ver web en: https://creativecommons.org/
[7] Ver web en: https://connect.innovateuk.org/c/document_library/get_file?p_l_id=55475&folderId=9950602&name=DLFE-111063.docx
[8] Ver web en: http://europeana.eu/
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