Cuando en 2007 Richard Barbrook escribió el artículo «Giving is receiving» («Dar es recibir»), resumía quizás mejor que nadie las expectativas que toda una generación tenía sobre Internet en ese momento. Hoy, una década después, es el testimonio preciso de un momento de quiebre, que sirve para entender lo que vino después.
Si el ideario anarcolibertario de John Perry Barlow había puesto las esperanzas en un espacio cibernético autónomo, al que nos invitaba a mudarnos para evitar la opresión, y si Lawrence Lessig, desde una visión que podríamos llamar reformista, había defendido la necesidad de hacerle un espacio a un tipo de intercambio no mercantil de información que conviviría con la industria tradicional, Barbrook, habiendo leído a ambos, auguraba en cambio una nueva era donde la información inevitablemente dejaría de ser una mercancía y se transformaría en un bien común. «Knowledge is a gift not a commodity» («El conocimiento es un regalo, no una mercancía») es su conclusión, y es, al mismo tiempo, el punto de partida de una nueva cultura, de una nueva sociedad. Este devenir es el resultado de la tendencia intrínseca del capitalismo a aumentar la productividad y a acelerar las comunicaciones, pero al mismo tiempo plantea una contradicción, que tiende a destruir o volver irrelevantes ramas enteras de la industria cultural. Sin embargo, como bien lo veía el propio Barbrook, esto no generaba, al menos en el corto plazo, una amenaza al capitalismo, sino más bien una reconfiguración económica en la que una parte de la actividad humana se socializaba, y esa socialización, que de por sí era un triunfo cultural y civilizatorio, era al mismo tiempo un recurso aprovechado por otras empresas para aumentar las ganancias.
En los últimos 5 años hubo un cambio desde aquella celebración, tal vez exagerada, del intercambio libre de información entre pares, a un pesimismo derivado de la consolidación de nuevos monopolios, como Netflix en el mercado audiovisual, Spotify en mercado de la música, o Facebook en el mercado de las comunicaciones. Lo que quiero transmitir en este post es que si aquel optimismo estuvo equivocado al prometer, muchas veces, que llegaría un mundo justo e igualitario basado en el intercambio libre de información, este pesimismo también es exagerado al no reconocer los logros efectivamente conquistados.
Es cierto que, en un momento en el que muchos auguraban la socialización de la producción y el consumo culturales, empresas como Netflix o Spotify lograron generar un nuevo mercado ligado a los contenidos. Pero si prestamos atención, lo que estas empresas comercializan no son las películas, las series o la música en tanto paquetes de información, sino que venden el acceso sencillo, cómodo y rápido a un catálogo amplio, al menos de la producción mainstream. En otras palabras, mientras que a principios de siglo la industria de los medios pretendía vender bloques de cultura, las nuevas corporaciones deben conformarse con vender una experiencia de usuario agradable, recomendaciones relevantes y tiempos de carga breves, basados en un despliegue descomunal de servidores y en la recopilación masiva de datos personales. Y están obligadas a convivir con la piratería, cuya existencia, por un lado, le pone un techo bajo a lo que estas empresas pueden cobrar, y por otro lado, sigue siendo la vía de acceso principal para las personas que no pueden o no quieren pagar la suscripción, así como una vía habitual para quienes, aun pagando, no encuentran satisfechas todas sus necesidades de consumo cultural. Tenemos que admitir, por lo tanto, que hay una batalla que se ganó: el conocimiento y la cultura circulan más o menos libremente a pesar de todas las leyes de copyright, de toda la represión y de toda la vigilancia.
Seguramente los problemas actuales son más graves que los antiguos. La tendencia a la concentración de las plataformas de comunicación, la vigilancia como modelo de negocio, la capacidad cada vez más concentrada de recopilar, analizar y operar con datos personales, las cantidades gigantescas de datos que se requieren para el desarrollo de productos y servicios basados en inteligencia artificial, plantean desafíos más grandes que nunca y nuevas luchas.
En el marco de estas nuevas luchas, oímos como un eco el grito de las viejas industrias culturales reclamando el regreso de su antigua utopía: compartimentar la información y llenar internet de muros de pago. Ese resucitado modelo de la suscripción, que hoy propagandean y ensayan sobre todo las empresas periodísticas, supuestamente vendría a solucionar la vigilancia de las corporaciones que brindan servicios gratuitos, en los que «el producto sos vos», y serviría para combatir las «fake news«, esa construcción imprecisa que sirve de coartada para reclamar el monopolio del discurso público. Nada más falso: los modelos de suscripción digital, por su misma naturaleza, suelen ir acompañados de un nivel de vigilancia extraordinario necesario para atraer usuarios, bombardearlos con promociones, conocer sus preferencias y, de paso, también vender publicidad a anunciantes. En este nuevo-viejo modelo, el producto también sos vos. Los muros de pago no nos protegen de la vigilancia, sino que son un intento desesperado y profundamente reaccionario de una industria periodística destinada, por fortuna, a perder su poder. Se trata de un modelo que busca convencernos de que el conocimiento no es abundante ni es libre; que es escaso y tiene un precio. Que la satisfacción de las necesidades culturales basada en la cooperación de millones de personas que construyen un cúmulo de conocimiento social general, es una mentira creada por las corporaciones de Internet. Todo lo contrario: es una realidad que se deriva del desarrollo de las fuerzas productivas, basado en la cooperación social.
En el contexto actual, las nuevas corporaciones de Internet deben ser combatidas con la mayor energía. Debemos poner sobre la mesa la naturaleza social de las grandes bases de datos que alimentan el funcionamiento de los algoritmos y de la inteligencia artificial. Debemos hacer valer que nuestra privacidad es un derecho fundamental. Debemos combatir y repudiar la concentración de las capacidades de cómputo y de almacenamiento en manos privadas. Pero las soluciones nunca pueden pasar por volver a una fase ya superada del desarrollo. Lo fundamental es que desde hace años la humanidad cuenta con los medios técnicos para que el conocimiento sea plenamente socializado. Nada debe apartarnos de ese objetivo que en buena parte ya es una realidad.
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