Un año atrás escuchaba, en un programa de televisión, cómo un periodista decía que el mundo de las pasarelas era “fellinesco”. El programa en cuestión no era cultural; por el contrario, se trataba de uno de esos ejemplares televisivos chimenteros. Por otro lado, la persona que pronunciaba este calificativo era un panelistas cuya temática diaria pasa por los amoríos de alguna estrella de turno. Lo raro no era escucharlo decir “fellinesco”, ni siquiera que aplicara este calificativo acertadamente al mundo de las vedettes argentinas (con sus peleas grotescas y sus cirugías estéticas muchas veces monstruosas), sino pensar que aún después de mucho tiempo muerto el realizador de La Dolce Vita, un panelista que probablemente nunca haya visto en su vida una película del director italiano pueda expresarle este calificativo a un público que desde ningún punto de vista podría considerarse como mayormente cinéfilo.
En la época de Fellini, no muchos veían a ese cineasta, pero todos sabían que había un cineasta llamado Fellini.
No obstante el adjetivo “fellinesco” quedó culturalmente asociado a ciertas situaciones especialmente grotescas, como “dantesco” quedó asociado a cualquier espectáculo infernal o “shakespereano” a cualquier escena asociada con las trágicas implicancias del poder. Lo curioso del término «fellinesco» es que viene de un director que es más bien hermético. Porque más allá de los niveles de excelencia artística que logró Fellini, su cine nunca fue extraordinariamente popular. Es más, las películas más taquilleras de FF fueron La Strada y Las noches de Cabiria, dos films que son sobrios al lado de otros ejemplares cinematográficos más genuinamente grotescos (o fellinescos) como Amarcord u 8 ½.
No obstante, siempre hubo un «sello fellini» que era visualmente tan fuerte que lograba que incluso los espectadores que no lo veían, lo conocieran. O sea, en la época de Fellini, no muchos veían a ese cineasta, pero todos sabían que había un cineasta llamado Fellini, que hacía películas medio raras, excéntricas y llenas de imágenes oníricas y mujeres tetonas. Se sabía que había un Fellini como hace unas décadas se sabía también que existía un señor que hacía películas polémicas, asfixiantes y existencialistas como Ingmar Bergman, o un tipo que hacía películas «lentas» como Antonioni. También hubo un tiempo en que se sabía que había cine de género italiano y películas de cine negro francesas. Algunas lograban ser muy populares, otras no, pero se tenía un conocimiento de esa industria.
Hoy en día hay realizadores importantes fuera de Hollywood, nombres que podrán gustar más o menos pero que existen y tienen su buena cuota de prestigio en festivales y a veces a nivel local: Michael Haneke, Jean-Pierre y Luc Dardenne, Lee Chang-dong, Bong Joon-ho, Tsai Ming-liang, Hou Hsiao-Hsien, Béla Tarr, Kelly Reichardt, Apichatpong Weerasethakul, Naomi Kawase, Pablo Trapero o Miguel Gomes. Todos desparramados por el globo y pertenecientes a industrias alternativas, algunos de ellos produciendo películas de género, otros haciendo films absolutamente herméticos. A todo esto se le suma otro aspecto: el de las posibilidades que da la técnica no sólo de filmar más fácilmente que antes (cámaras digitales cada vez más pequeñas y con mejor definición, programas de computadora fácilmente accesibles capaces de producir efectos visuales cada vez mejores) sino sobre todo de exhibir y dar a conocer las obras. Hoy gente cómo John Cassavetes o Jonas Mekas (los dos padres del cine independiente americano) no tendrían el problema que tenían en los ’60, cuando se les dificultaba mostrar sus películas al público ya que muchas salas se negaban a exhibirlas. Si al menos de «poder ver» sus películas se trata, les hubiera bastado con subir su película a la red para que sea accesible a millones de personas.
No obstante, no se ha visto hasta ahora que gracias a la red se haya vuelto popular un cineasta o una película de un director ignoto. Nadie habla de que tal situación es «Tarriana» o que parece salida de una película de Tsai como hace unas décadas podía decirse que tal situación salía de una película de Bergman. Hace casi tres décadas atrás, por ejemplo, el grupo inglés Monty Python podía darse el lujo de parodiar El Séptimo Sello de Bergman sabiendo que todo público (incluso el que no había visto una sola película del sueco) podía entender de qué película hablaban. Es imposible hoy imaginarse un sketch de algunas de las Scary Movie parodiando Shara de Naomi Kawase (una de las películas más veneradas por la crítica del siglo XXI) esperando que el público medio entienda la referencia. Y lo peor de todo es que esto se extiende incluso a los lugares en donde teóricamente deberían estar más informados sobre lo que pasa en el cine. El año pasado, por ejemplo, murieron Theo Angelopoulus y Raoul Ruiz, dos nombres que supieron tener mucho prestigio (el segundo de ellos incluso, podría considerarse fácilmente como uno de los mejores directores latinoamericanos de la historia). Sin embargo, en la última ceremonia de los Oscars, en el célebre clip en el que se conmemora a los recientemente fallecidos del mundo del cine, esos dos realizadores ni siquiera aparecían.
Prueba aún más clara del desconocimiento general de otro tipo de cine se da en la inexistencia de un conocimiento de star system de países europeos (las estrellas siempre se conocen más que los directores en el espectador medio) fuera del circuito local. Antes podía haber perfectamente actores franceses o italianos capaces de hacerse muy famosos a nivel internacional de muy jóvenes (Marcello Mastroianni, Jean Paul Belmondo, Alain Delon). Hoy día, por ejemplo, no existe ningún actor europeo joven conocido fuera de los circuitos europeos salvo que Hollywood termine absorbiéndolos (caso de Audrey Tatou, Marion Cotillard o Mónica Bellucci).
Y es raro, porque vivimos en un mundo cada vez más global en el que el acceso a la información y a la cultura (al menos para la clase media) es cada vez más fácil. Por decirlo de una manera sencilla: hace unas décadas todos sabían quién era Fellini o Bergman aún cuando muchas veces la única forma de acceder a sus películas completas era pagando una entrada de un cine. Hoy cualquier persona con un mínimo conocimiento de Internet podría bajarse, en cualquier parte del mundo, la magistral The Turin Horse de Béla Tarr. Sin embargo, es minoritaria la gente que sabe que esto existe.
El mundo cinematográfico (y quizás no sólo el cinematográfico) se ha vuelto, paradójicamente, más global y más concentrado. La cultura del Megaupload, que a esta altura ya está poniendo en crisis la figura del derecho de autor (algo que ahora mismo le está fascinando a Jean-Luc Godard), no ha revertido para nada la capacidad de Hollywood de monopolizar la atención del espectador.
Por eso quizás hoy Jonathan Rosenbaum dice que el deber primordial del crítico debería ser simplemente informar, o sea: decir permanentemente que hay otro cine y otras películas, tratar de ampliar como sea el espectro cultural en un mundo cinematográfico cada vez más cerrado.
El mundo cinematográfico (y quizás no sólo el cinematográfico) se ha vuelto, paradójicamente, más global y más concentrado.
Sin embargo, Rosenbaum olvida que el gran problema es que la crítica (sea esta de cine, de literatura, o de lo que sea) es en realidad un interés de minorías. Y esto no desde hace décadas, sino siempre. Por más que uno como crítico informe, le informará siempre a un público mayormente cinéfilo y festivalero, que seguramente estará muy agradecido de saber cierta información, pero que difícilmente pueda compartir sus gustos con el resto.
Ha habido otras políticas, sin embargo, de intentar dar a conocer productos por fuera de Hollywood y otro tipo de cines. Funcionó en Corea del Sur, gracias a un hábil manejo de lo que se conoce como la «cuota de pantalla» (algo de lo que hablaré en el escrito sobre Lee Chang-dong), pero esto se dio gracias a una persistencia en las políticas estatales de distribución cinematográfica que tardan años y años en hacer efecto y que debe contemplar también, que hay para esto que enfrentarse a las grandes majors, a los multicines y sobre todo a una cultura cinematográfica ya instalada.
Porque en esto último está el mayor de los problemas: en la cuestión cultural, en eso que le permite a Hollywood empezar con ventaja a la hora de atraer al público medio.
Para comprobarlo les propongo un ejercicio de memoria. Recuerden un día que vieron una película y tuvieron que contársela a alguna persona (amigo, amiga, novio, novia, primo, prima, no importa). La película puede ser de cualquier lugar, de cualquier año, de todos los géneros que a ustedes les parezca, experimental o no. Ahora bien, permítanme mi arrojo, pero yo sospecho que si la película que imaginan es de origen norteamericano, no es poco probable que usted haya empezado la conversación diciendo que tal o cual film es «un drama», o «una comedia», o «una película sobre X tema». Ahora bien, yo sospecho que si la película es de cualquier otro país, no es poco probable que usted haya empezado la conversación diciendo: «es una película rumana (o belga, o francesa, o italiana o nacional, o lo que sea)”.
Puedo estar equivocándome, puede ser que ustedes nunca empiecen contando así una película, o puede que cuando vean una película de Hollywood lo aclaren previamente antes que cualquier cosa. No es común pero puede ser. Les propongo entonces un ejercicio de memoria más sencillo. Recuerden ese espécimen cada vez más raro, al borde de la extinción, llamado «Videoclub». Quiero que recuerden alguno que haya tenido, por ejemplo, divisiones. Un Blockbuster por ejemplo, por nombrar a la cadena que fuera durante muchos años la más poderosa.
Cuando ustedes iban a ese videoclub, veían diferentes secciones como «Drama», «Comedia», «Románticas», etc… Si recuerdan bien, notarán que todas esas secciones estaban dominadas por películas de Hollywood. Si uno quería ver dramas europeos, o comedias asiáticas, o ejemplares cinematográficos argentinos, o películas francesas de todo tipo, tenía que ir a secciones que se llamaran «Europa», o «Nacional» o incluso una sección que tenía algún que otro Blockbuster que se llamaba «Otros Países».
Recuerdo un año, por ejemplo, en el que me llamó la atención ver entre esa sección la desatada y divertida El día de la Bestia de Alex de la Iglesia junto a la trilogía de Kieslowski Bleu, Blanc, Rouge. Es inimaginable pensar qué puede haber en común entre una comedia de terror llena de humor grotesto y la tríada de dramas amorosos y lutos kieslowskianos, salvando el hecho de que tanto una cosa como otra tuvieron producciones en países europeos.
Por decirlo de una manera sencilla, Hollywood no tenía en los videoclubes una sección propia, no decían que vayas a buscar películas norteamericanas, lo norteamericano era sinónimo de lo cinematográfico.
Hollywood logró de alguna manera eso, normalizar que su cine no necesite presentación del país.
El logro no es poco si lo tomamos desde el punto de vista del marketing. Por ejemplo se sabe que uno de los mayores logros que puede tener la publicidad (si no el mayor) es que se logre identificar un objeto X con el nombre de un producto. Que llamemos a la gaseosa «Coca», o «chicles» (derivado de la marca Chiclet’s) a la goma de mascar, o que por ejemplo en Estados Unidos se utilice muchas veces el término «Xeroxing»(por la marca de fotocopiadora Xerox) en vez de fotocopiar.
Hollywood logró de alguna manera eso, normalizar que su cine no necesite presentación del país; que si hablamos de dramas, comedias románticas, o películas de terror hollywoodenses no necesitemos decir que son de Hollywood.
Tan grande es muchas veces esa cultura hollywoodense que hasta Godard llegó a imaginar en la magistral El Desprecio que el fin de la industria norteamericana y la caída de los estudios era el fin del cine a secas, que no había otras fronteras, otras posibilidades y que lo único que quedaba era llorar a una Meca del Cine que ya no podía volver a ser lo que era.
Que se entienda, este artículo no cree que no haya un mérito artístico detrás de todo esto. La época clásica de Hollywood es tan importante históricamente para el cine como lo fue Viena para la música clásica o Londres para la dramaturgia. Hubo en alguna época una cantidad impresionante de obras maestras y de talentos increíbles por los pasillos de las productoras hollywoodenses. Negar esto, a esta altura de la historia, parecería una necedad. Pero también sería ingenuo pensar que no hay un gran trabajo de marketing detrás para que hayamos llegado a esa conclusión y que no sólo de buen cine vive la mentalidad “hollywoodcentrista”. Como dijo alguna vez el mencionado Rosenbaum en el esencial Las Guerras del Cine, es absurdo pensar que el gusto y la agenda del público no puede direccionarse de alguna manera. De ahí que asociar inmediatamente que una película sea buena o mala, trascendente o intrascendente, acorde a cuánta audiencia tiene o cuánta repercusión provoca es ignorar que hay «trucos» para incentivar a que el público vaya a ver una película. No siempre funcionan, es verdad, y no han sido pocas las ocasiones en que un film X tuvo un éxito impresionante a pesar de toda falta de marketing y gracias al boca a boca, y otro ha sido un fracaso pese a toda la campaña que se hizo a favor suyo, pero nuevamente, estos son casos aislados. Muchas veces la capacidad de «crear» audiencias tiene sus métodos y sus formas, y algunas son bastante más sencillas y transparentes de lo que se cree.
Voy a poner un ejemplo clave, histórico, que nos ayudará a ver cómo funciona al día de hoy el cine de Hollywood y su forma de imponerse a lo largo del globo.
En 1974 la productora Universal hizo un testeo previo de una nueva producción suya: el nombre de la misma era Tiburón. La película se exhibió gratuitamente a un grupo reducido de público antes de llevarlo a las salas. La respuesta fue abrumadoramente positiva por parte de la audiencia y ante esta situación se decidió hacer una jugada de una osadía comercial enorme: multiplicar el número normal de copias con los que sale una película para que Tiburón estuviera en la mayor cantidad de salas posibles. De esta manera, la presencia de la película se sentiría no sólo en los afiches y las campañas publicitarias (que también fueron más numerosas que de costumbre) sino también en las pantallas de los Estados Unidos.
Este modelo de exhibición, distribución y promoción de películas (y utilizar, al mismo tiempo, la distribución de copias como forma importantísima de promoción) sería histórico, porque marcaría un antes y un después en la forma en que Hollywood encararía la publicidad de sus películas con mayor afán de lucro. Se trataría de lo que luego se llamaría la lógica del “Blockbuster”, lógica que se concentra no sólo en la publicidad sino también en el número con el que salen las copias alrededor del planeta. Lo hicieron con todo tipo de películas de todo tipo de géneros: Tiburón, E.T., La Guerra de las Galaxias, Pearl Harbor, Transformers, el díptico Kung Fu Panda o cualquier obra cinematográfica que busque recaudar la mayor cantidad posible de dinero. Se trata de formas agresivas de publicidad que hacen que todo se inunde de un solo producto (producto que además, siempre es promocionado previamente en cuanto medio exista, con entrevistas a actores, imágenes del set filmación, etc.) para crear expectativa en los espectadores, que lo único que tienen que hacer para saber que tal o cual película se estrena es prender un televisor o salir a la calle y ver los afiches. Son los mismos espectadores que al ingresar a una sala de multicines se encuentran con que una superproducción de Hollywood X recientemente estrenada se encuentra en 5 salas diferentes y en muchos horarios diferentes mientras cualquier otra película apenas tiene unas pocas funciones diarias.
La tarea, ante todo en estos casos, es la de crear un evento y mejor aún, la de crear una cultura del evento.
Cómo señaló alguna vez Rick Altman, unas décadas atrás, el público común iba al cine, pero ahora va a ver una película. La diferencia es sustancial. Antes que la cultura del Blockbuster empezara a imponerse, el público en general entraba a una sala y decidía pocos minutos antes qué iba a ver según los argumentos y/o los actores y/o alguna recomendación. Sin embargo, la lógica del evento hace que el espectador medio concentre su atención en la película que no debe perderse.
La paradoja de la lógica Blockbuster es que es extrañamente destructiva con sus propios productos.
De ahí también que haya cambiado la lógica de la recaudación. Décadas atrás, la mayoría de las películas de Hollywood que resultaban exitosas crecían con el correr de las semanas. Sin embargo, la lógica del evento hace que la mayoría de los grandes tanques apuesten a una recaudación inmediata, a punto tal que el fracaso o éxito de una película de este tipo suele verse en las primeras dos semanas de exhibición.
La paradoja de la lógica Blockbuster es que es extrañamente destructiva con sus propios productos. Como indica nuevamente Rick Altman, hasta mediados de los ’70, en Hollywood un promedio de nueve cada diez películas daban ganancia. El paradigma fue cambiando con el correr de las décadas, y ya en el 2000 sólo una de cada diez películas que lanzaba una productora major tenía ganancia. Lo que sucede es que justamente los grandes tanques logran cubrir las pérdidas que dieron las otras películas, y las otras películas dan pérdida porque la cultura Blockbuster hace que al espectador en general no le interesen las producciones medias, aún cuando vengan de Hollywood.
Si por algo incluso se caracterizó la década pasada industrialmente hablando, es por la necesidad que tuvo el propio Hollywood de los tanques para poder subsistir y al mismo tiempo del bajo número de películas que fueron exitosas gracias a su factor del boca a boca (Juno fue un caso raro por ejemplo, pero por supuesto sus niveles de recaudación no fueron ni por casualidad tan siderales como los que pudieron haber tenido en los 90, por ejemplo, películas como El Silencio de los Inocentes, Pecados Capitales o -parcialmente- Titanic -película que fue parte una campaña de marketing, pero parte también, producto de un boca a boca-). El único caso extraño (sumamente extraño) de los últimos años fue el de La Pasión de Cristo, película que en realidad tuvo éxito por características más culturales que de marketing cinematográfico. Después, la mayor parte de las ganancias de las industrias cinematográficas vinieron de films sumamente promocionados desde las majors que recaudaron casi todo lo que tenían que recaudar en sus primeras dos semanas y lograron cubrir (y en muchos casos con creces) las pérdidas que les daban sus películas anteriores.
El sistema puede ser rentable, pero por supuesto la idea de confiar en la recaudación de unas pocas películas puede llevar a grandes riesgos. Sin ir más lejos, hasta hace apenas dos años, Hollywood temió por su desaparición al ver que la gente estaba yendo cada vez menos a las salas y concentrándose más en el consumo hogareño. A esto se le sumó la llegada de Internet y la posibilidad de empezar a bajar películas y de hacerlas de consumo público (un hecho por supuesto clave del que hablaré más adelante).
Si el rápidamente famoso nuevo uso del 3D (1) logró “salvar” a Hollywood de un desastre económico, es porque, básicamente, el 3D logró, primeramente, que los espectadores fueran a buscar un efecto que no podían tener en sus casas, pero además porque a la popularidad se le suma el hecho de que el precio de la entrada 3D es más costosa que la normal, lo que hace que las ganancias se hayan multiplicado.
Para hacernos una idea aproximada, Avatar de Cameron (la película que logró darle un alivio importantísimo a la industria) figura hoy como la película más taquillera de la historia simplemente porque la utilización del 3D hizo más elevado el precio de la entrada. En términos de entradas vendidas, la costosa película de Cameron, si bien tuvo una popularidad importantísima, vendió mucho menos que films como El Padrino, El Golpe, Titanic y sobre todo Lo que el viento se llevó (que sigue ostentando, desde 1939, el primer puesto de la película más popular de la que se tenga registro (2)).
Hoy el film de Cameron es abrazado como una película que logró por primera vez utilizar el 3D de manera creativa y diferente y que por ende refleja un antes y un después en la historia de Hollywood, una posibilidad de hacerle ver al espectador que la única manera de ver en serio un film es yendo a una sala de cine y no quedándose en su casa.
No obstante, yo dudo mucho que Avatar y la utilización creativa del 3D pueda hacer que la gente vaya por mucho tiempo a las salas y deje de bajarse películas o esperar al DVD para verlas. Después de todo, las tecnologías hogareñas van mejorando día a día a pasos agigantados, y no es muy difícil imaginar que los televisores 3D (hoy de minorías) no vayan a tardar en popularizarse.
Hay otro tema que además es clave: el tipo de público al que apuntan hoy las producciones más costosas y con afán más taquillero de Hollywood.
Si por algo se ha ido caracterizando la industria norteamericana en las últimas décadas (y si algo, por otro lado, se ha exacerbado en los últimos doce años) es por apuntar cada vez más a un rango de edad familiar o adolescente. Piensen cuántas películas realmente taquilleras de los últimos años fueron adultas: ni el díptico Kung Fu Panda o la saga Shreck, ni las películas de superhéroes (decenas), ni ninguna de las producciones basadas en videojuegos. Es más, piensen algo aún más extraño: ¿qué hubiera pasado con una película como El Padrino si se hubiera estrenado en los últimos doce años? La respuesta es sencilla: al ser una épica adulta no hubiera recibido el apoyo publicitario de la productora Warner y hoy sería quizás una película con recaudación interesante pero nunca el fenómeno de masas que fue en su tiempo. La idea de pensar hoy a la familia Corleone como ícono popular americano es absurda. Quizás hubiera ganado Oscars, quizás hubiera tenido ganancias, pero no estaríamos hablando de una película masiva como lo fue en los ‘70. La razón de esto es sencilla: sin darnos cuenta, el cine adulto realmente popular ha ido muriendo a lo largo del mundo y hoy en día el cine masivo e hipertaquillero sólo puede ser asociado con el consumo adolescente. Piensen si no también en el furor que han tenido en los últimos años las adaptaciones de cómics, y piensen cómo una película con intenciones adultas y oscuras como El Caballero de la Noche recurrió a la historieta como forma de atracción de público.
Si por algo se ha ido caracterizando la industria norteamericana en las últimas décadas (y si algo, por otro lado, se ha exacerbado en los últimos doce años) es por apuntar cada vez más a un rango de edad familiar o adolescente.
Piensen también en otra cosa: la ausencia de sexo en las grandes producciones mainstream. Aquella imagen de Jack y Rose haciendo el amor en una carroza en el Titanic, o incluso la de Di Caprio dibujando desnuda a Winslet en esa misma película es imposible de ser producida hoy en un film de alcances masivos. Ni hablar de pensar en que thrillers eróticos altamente explícitos como Bajos Instintos puedan ser éxitos tremendos de recaudación. Por eso también el excelente semiólogo y analista de medios A. S. Hamrah entendió en su momento el importante fracaso que fue en su tiempo Ojos Bien Cerrados de Stanley Kubrick como un quiebre en la industria. Si por algo llamó industrialmente la atención la extraña y onírica obra maestra kubrickiana, es porque en el momento de su estreno la propia productora Warner Brothers, que había financiado el film, le quitó el apoyo publicitario y decidió relegarla a un segundo plano. Kubrick había sido para la Warner, desde La Naranja Mecánica, su director más consentido, el realizador al que la productora no sólo le había dado total libertad creativa para proyectos enormes, sino que anunciaba cada película suya con bombos y platillos.
La falta de atención que la propia productora le prestó a Ojos Bien Cerrados tenía que ver con un cambio de actitud frente al tipo de cine popular que ahora le interesaba hacer. El film de Kubrick era no sólo demasiado sexual sino también demasiado adulto, preocupado por la cuestión de las relaciones matrimoniales después de años de convivencia y por la relación de las fantasías con nuestras acciones. Que esta misma película fuera no sólo dirigida por Kubrick sino también protagonizada por la pareja más taquillera que tenía la industria en ese momento (Tom Cruise y Nicole Kidman) le importó bastante poco a Warner. En el contexto en el que se estaba moviendo la industria, lo adulto debía ser dejado de lado para empezar a enfocarse en una edad que iba de la niñez a la adolescencia.
Tanta adolescencia y concentración en la niñez, por otro lado, hizo que Hollywood perdiera otra cosa: su característica localista y sus ganas de hacer un cine popular que sea comentario directo de la actualidad.
Como dijo alguna vez Rosenbaum, el cine de Hollywood popular cada vez habla menos de sí mismo, de su historia y de su presente. Si en los ‘70 películas sumamente populares como Rocky o Taxi Driver (por nombrar dos ejemplos antitéticos) se encargaban de hablar sobre los Estados Unidos (en un caso readaptando el sueño americano, en el otro reflotando la generación posvietnam) hoy en día las sagas Harry Potter, El Señor de los Anillos, las películas de superhéroes y las grandes épicas llenas de efectos digitales son, en su gran mayoría, películas que tratan todo lo posible de darle la espalda a la realidad y basar sus historias en mundos claramente artificiales y mágicos. La idea del cine popular americano como vocero de la propia actualidad de su país es otra cosa que se fue perdiendo al necesitar hacer películas que hablen menos de lo actual que de lo espectacular y lo fantasioso.
La idea de apuntar a este tipo de público no es casual: si la cuestión es hacer películas lo más taquilleras posibles, entonces lo aparentemente más seguro es ir al tipo de público más consumista. Sin embargo, hoy en día el costo de hacer grandes producciones cada vez más adolescentes repercute en un problema básico y es que este mismo tipo de público es el que más maneja (y sobre todo más rápidamente aprende) las nuevas tecnologías. O sea, el público que más puede alimentar a Hollywood hoy es, al mismo tiempo, el tipo de público que más está educado en lo que concierne a la bajada de películas y más absorbido se encuentra por ese gigantesco cambio cultural que es Internet
Y ahí es donde justamente puede producirse el gran cambio a nivel global. Quizás no en políticas de Estado, no en la labor de la crítica sino en una nueva cultura que haga finalmente obsoleto el modo de producción de películas hoy. Después de todo, luchar contra millones de usuarios es incluso más complejo que luchar contra cualquier poder o corporación. Hollywood hoy se encuentra con un problema muy grande: que no importa cuántos juicios quieran hacerse, no importa cuánta publicidad se haga contra la piratería, hay ya cierta cuestión instalada de que las imágenes se han liberado de sus dueños para pertenecer a una red. Incluso hay cierta sensación de poder en el usuario (tanto en el que ve como en el que posibilita las imágenes) que puede ser más fuerte que cualquier juicio.
Justamente esto se muestra en el que quizás sea el momento más lúcido de Red Social de David Fincher. Allí Sean Parker -el fundador de Napster- le asegura a Mark Zuckerberg que él triunfó con Napster. Zuckerberg, sorprendido, le recuerda a Parker que se vio obligado cerrar su página para bajar música. Ante lo cual Parker simplemente le replica si conoce hoy a alguien que quiera abrir un Tower Records (3).
Hollywood hoy se encuentra con un problema muy grande: que no importa cuántos juicios quieran hacerse, no importa cuánta publicidad se haga contra la piratería, hay ya cierta cuestión instalada de que las imágenes se han liberado de sus dueños para pertenecer a una red.
En parte, hay que decirlo, parte de la idea de la socialización de imágenes, de bajar música, tiene que ver también con la satisfacción de saber que uno puede burlarse un poco de una industria gigantesca. Lo curioso es que quien con esta burla puede quebrar las bases comerciales de Hollywood es mayormente el mismo público que está afectando como nunca las bases comerciales de un sistema.
Qué puede suceder con eso es algo que no puede saberse. O bien Hollywood logra sobrevivir con su metodología del Blockbuster gracias a la incorporación permanente de nuevas tecnologías, o bien logra readaptarse de otra manera, o por el contrario la gran industria terminará diluyéndose porque no logrará recuperar el dinero de sus inversiones.
Esta última situación parece, quizás, demasiado descabellada. Pero lo cierto es que si puede tomarse como válido que aún la cultura del Internet está en sus inicios, entonces no es imposible prever que un crecimiento enorme de la web pueda terminar venciendo lo que parecía imposible de caer.
En todo caso, si Hollywood cae no sería imposible que lo reemplace otra industria, o que se abra el espectro de otros cines. Como dijo alguna vez la gran Pauline Kael, “queremos ver películas”, y muchas veces hay más ofertas de las que el propio marketing y las tiranas políticas de exhibición y distribución quieren hacernos creer. Quizás, un buen golpe al corazón de una industria sea uno de los comienzos para que todo termine dándose vuelta y en unos años se hable de situaciones “tarrianas” como hace unas décadas se hablaba de “fellinesco”. Después de todo, como dijo alguna vez el músico americano Bob Dylan, no hay nada más estable que el cambio, y nadie dijo nunca que Hollywood no podía ser ajeno a esa frase.
DESCARGAR EN PDF: Concentrar o (quizás) morir: cuestiones de una industria feroz y en peligro
(1) Remarco lo de “nuevo uso”. El 3D es una invención de los ’50 que trató de aplicarse en esos tiempos y que Hollywood terminó abandonando (apenas sería utilizada por unas pocas películas más adelante como la tercera parte de Martes 13 o algunas producciones de Disney) por razones de impopularidad y porque las tecnologías de las cámaras 3D de esos tiempos hacían muy incómodas las filmaciones (algo que cambió a partir de la incorporación de una muy mejorada tecnología digital). Lo de “nuevo uso” es porque Avatar dejó de usar el 3D como un mero efecto de feria para “tirarle cosas” al espectador y empezó a utilizar sus posibilidades de puesta en escena.
(2) Remarco el «de la que se tenga registro», considerando que algunos sostienen que algunas películas mudas (cómo El Nacimiento de una Nación de David Wark Griffith) fueron en su momento más vistas incluso que la superproducción de Selznick, sin embargo, la no conservación de libros contables de ese tiempo hace imposible aseverar tal cosa.
(3) Tower Records es la más grande tienda de música de Norteamérica y hasta la llegada de Napster era la líder absoluta en este mercado.
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